domingo, 22 de enero de 2012

A San Juditas

            









Ahora que han llegado las lluvias, siempre vienen acompañadas de nostalgia y del recuerdo de aquel año.


Estábamos platicando, me acuerdo, de José Luis… si habría


logrado cruzarse al otro lado; era tanta su desesperación de no conseguir trabajo, que se decidió por dejar aquí a su esposa y al bebé, esperaba juntar unos buenos dólares y regresar; decía que su intención no era quedarse allá. En eso el cielo tronó como si se fuera a caer, ¿te acuerdas?, y comenzó la lluvia, ¡qué digo lluvia! era una tormenta, se oía el incansable redoble de las gotas en el techo, que se va la luz; bueno, eso sí que nunca fallaba, por eso es que ya teníamos listas las velas para encenderlas, dos en la cocina, dos en la recámara y una para llevarla al baño cuando saliéramos.


Recuerdo que te pusiste a hacer café para mitigar el fresco y estar bien despiertos, la noche sería larga, apenas eran pasadas las nueve y por acá se ponía muy feo con las lluvias; también había que estar atentos de la casa de José Luis, a lo mejor Anita y su bebé pudieran necesitar ayuda. La lluvia seguía y el cielo parecía que se desgajaba a cada trueno, además los cegadores relámpagos que por segundos nos hacían ver nuestra situación… me serviste el café y yo te pedí un pan dulce de los que guardábamos para el desayuno, ya ves que era bien tragón, también a veces los nervios nos hacen comer de más, no sé por qué pero algo me decía que debíamos de estar bien atentos; tú me decías que estuviera tranquilo, “hemos pasado peores tormentas y ya ves”, decías, “San Juditas siempre nos ha protegido”. La lluvia seguía cayendo a chorros, como queriendo lavar los pecados de la ciudad; pensé, “no, pues sí que va a tardar”, la verdad es que ya estaba preocupado, no teníamos para dónde correr si la cosa se ponía peor. Me acuerdo que te pedí la vela y los cerillos para ir a el baño, dije “chin, me voy dar una buena mojada pero ni modo, sirve que reviso cómo andan las cosas acá afuera”; el baño estaba a unos 10 metros fuera de la casa, que abro la puerta y corro, pero a los pocos pasos que azota la res -ya todo era un gran lodazal -me levanté como pude y ya con más cuidado logré llegar al baño.


Tuve la suerte de no perder la vela y la fortuna de haber protegido los cerillos con plástico; en cuanto entré, escuché el correr furioso del agua, se oía bastante cerca así que encendí la vela, y ¡oh sorpresa! la letrina estaba a punto de ceder, la fosa séptica estaba casi por llenarse de agua; salí rápidamente de ahí y ya sin importarme lo mojado di una vuela a la casa y ¡oh Dios! estábamos como en una isla: por ambos lados se habían formado dos grandes arroyos con gran fuerza, ya que hasta arrastraban grandes piedras de allá de la loma, y bendito sea que lo que desvió el agua fue ese gran álamo que no quisimos tumbar cuando fincamos nuestros cuartitos. Entré desesperado a la casa y te dije, “ay viejita, ándele que la cosa se está poniendo refea, estamos a merced de la corriente”.


Aunque ya había amainado un poco la tormenta, los arroyos seguían creciendo por todos lados, “tú siempre tan preocupada por los demás, vieja”. Me dijiste “ándale, corre a darle una vuelta a Anita, acuérdate que su cuarto es de paletas y láminas”. “Sí voy para allá”, te dije, y agarré la única herramienta que tenía a la mano, la pala que me habías regalado en mi cumpleaños “para plantar otro árbol”, decías. Por más que intentaba no podía acercarme, ya que la fuerza del agua me aventaba y aunque yo estaba seguro que estaba frente a la casa no veía nada; en eso estaba cuando escuché aquel aterrador estruendo que hasta sentí que la tierra se iba abrir… todo pasó en segundos, pero para mí fue toda una eternidad; vi caer el álamo fulminado por un rayo, luego éste caer sobre nuestra casa para después ésta ser arrastrada por las aguas.


Quise correr pero el lodo me lo impedía, así que para cuando llegué lo único que estaba eran tres hileras de adobes y tu taza del café atorada entre las ramas de lo que quedaba del álamo; creo que lloré toda la noche y parte del día, hasta que llegaron los bomberos a rescatarme -y eso por pura casualidad -ya que se acercaron a retirar los restos del álamo, y al verme tal vez pensaron que era yo un montículo de barro. Al escucharme sollozar de inmediato me subieron a su camión y de ahí ya no supe, desperté en el hospital al día siguiente; recuerdo que te busqué por todas partes. De las casas de los vecinos no había quedado una sola; ubiqué la de Anita por unas láminas medio enterradas, puros escombros quedaron. Las autoridades dijeron que no habían encontrado cuerpos, que la corriente se los había llevado hasta el río, pero que no me desesperara, que seguirían buscando; también me dijeron que me iban a ayudar a conseguir un terreno más seguro, pero pues ya ha pasado más de un año y todo sigue igual.


Yo la verdad hace mucho tiempo que dejé de creerles, pero pase lo que pase no te voy a olvidar, ni a Anita y el bebé, ni a los demás; por eso sigo viniendo cada semana a este lugar, aquí justo donde estaba nuestra casita. Platico mucho contigo porque sé que me oyes; es más, hasta traigo café para tomarlo aquí contigo. Mira, aún conservo tu taza, ¿la ves?


Por cierto, José Luis nunca volvió; es más, dicen que se casó por allá y que tiene dos hijos y que ya ni quiere hablar español, allá él ¿verdad? Por eso también cuando vengo siempre rezo por ti, por Anita y el bebé… le pido a San Juditas que les dé todo lo que acá no pudieron tener…










       

A la contra





¡Albricias!, ¡albricias!
Pese a la diaria lucha por sobrevivir
¡desperté!,
y desperté completito, también hoy.