Faltaban diez minutos para las
once de la noche, y Roberto ya estaba fuera de su tumba;
estaba de
pie esperando a sus amigos, le gustaba asustarlos al verlo ahí
frente a ellos cuando salían,
con su sonrisota ahora sí que de
oreja a oreja, su camisa a cuadros blancos y azules
(bueno, lo que
quedaba de ella) así como los retazos de mezclilla -en un tiempo un
buen pantalón-,
y esos trozos de cuero, parecidos y retorcidos como
chicharrón de peya, uno en cada pie.
Enrique y Toño siempre
soltaban un quejido, que no un grito, al verle, pues creían que era
Don Chuy
el sepulturero y velador, que los esperaba para darles de
palazos.
Ya en ocasiones anteriores
habían tenido que recoger sus cráneos a varios metros de ahí,
aparte que era retedifícil buscar a tientas; ya pasado el coraje,
siempre le reclamaban a Roberto,
“pinche payaso, me cae que una
noche de éstas nos vas a matar de un susto”, decía Enrique.
“Pinche Roberto, me cae que a la otra sí te tumbo la quijada con
todo y dientes de un femurzazo,
me cae que sí”, decía Toño.
“Bájenle, bájenle”, decía
Roberto, “¡si bien que les gusta que les inyecte vida!, ¿o no?”
“Pues sí, la verdad, sí”, le contestaban, “pero ya ves que
Don Chuy es bien mula, le gusta practicar golf
con los nuevos y con
nosotros también, si nos descuidamos”. “Pues sí, pero entonces
quieren estar
como muchos, nada mas ahí enterrados, con frío y
contándose los gusanos sin poder salir.
Así que no la hagan
cardiaca -y no lo digo por ti, Enrique-, y muévanse que la noche es
corta;
luego llegamos cuando ya todas las chavas están ocupadas”.
“Está bien, ahí vamos ya;
pero que sea la última vez que nos
asustas, cabrón”.
Mientras iban rumbo a la salida,
Toño empezó a sacudirse el polvo y acomodarse las tiras de carne
que le salían entre las brazos y el pecho. “Mira”, le dice
Roberto a Enrique,
“este güey se trajo la chamarra tamaulipeca y
hoy no hace frío”. “Sí”, contestó Enrique,
“además
también se puso la falda hawaiana”, soltando los dos sonoras
carcajadas,
que hicieron que se oyera un “¡sssshhh!, ora, que no
dejan descansar. A flojear al parque,
holgazanes”, les grita
Roberto, y siguen su camino rumbo a la puerta principal.
Tenían que salir precisamente
por ahí, y que Don Chuy abriera la puerta para poder retomar su
cuerpo
como tal; aunque con ciertas limitaciones o ventajas todo
podía suceder, claro que don Chuy
no sabía que él era quien les
favorecía cada vez que estos querían salir, pero ya le tenían
tomada la medida. Siempre era lo mismo y siempre funcionaba; Enrique
y Toño se ponían a golpear
cruces y lápidas mientras Roberto
gritaba, “la güera de la tumba treinta y dos se está escapando
por la barda, y va con un sombrerudo”. Salía Don Chuy a toda
prisa, abría el candado
y corría a esperar a la güera del otro
lado de la barda; decía “ahora sí te voy a agarrar in
fraganti,
canija
güera”, pero por supuesto esto nunca ocurría. Mientras tanto
aquellos traspasaban el umbral
y recobraban la imagen de gente viva.
Lo primero que hacían era
buscar un taxi que los llevara al centro, para ya ahí decidir
a qué
lugar entrar. Esta vez se dirigieron al bar “La última copa”.
Servían bien y además
había chicas bailando en el tubo. “¡Tuuubo,
tuuubo, tuuubo!” entraban éstos cantando
y contoneando los
cuerpos, tal como si fueran bailarinas del lago de los cisnes
-treinta y hasta cuarenta kilos después-, vaya que les sentaban
bien los baños de tierra
y el jugo de cempasúchil.
Siempre pedían una mesa al
fondo y en la penumbra, no fuera a ser que alguien los reconociera,
que no era esto lo que les preocupaba (eran medio cínicos), sino que
se fuera a felpar algún conocido
no deseado al verlos, y tal vez
luego tendrían que cargar con él en noches como ésta
(algo
envidiosos también, diría yo).
“¿Qué van a tomar los
señores?”, les pregunta la mesera. “¿Qué estará bueno para
empezar?”
dice Enrique. “¿Vamos a echarnos unas heladas?”,
contesta Toño. “No, heladas no”,
dice Roberto riéndose, “yo
ya me eché a las dos de al lado que llegaron hoy”.
“¡Cómo
serás hablador y presumido!”, le dice Enrique. “Oh, pues… ¿por
qué crees
que se quedaron tan quietecitas? pues porque el Rober les
dio su bienvenida, ¿qué no?”
Levanta la mano derecha hasta el
pecho y hace como que se sacude.
“Bueno, pide tú” le dicen;
“tráigase unos güiskitos en las rocas”. “No, güisky no,
pinche Roberto;
ya sabes que el Toño en cuanto oye ‘rocas’ le da
por tirarse de cabeza”, contesta
sin poder aguantar la carcajada
Enrique. Entonces Toño contesta ya un poco molesto
-pues ya lo
habían agarrado de su puerquito-, “mejor que traigan un roncito
con agua”.
“Estás loco” le dice Roberto, “Enrique nada más
oye ‘agua’ y empieza a ponerse morado
y se quiere ahogar; no vaya
a ser que se tire un clavado en la taza del baño”.
“Perdón”
dice Toño a carcajada limpia, “entonces mejor unas medias de
seda”.
“Estás enfermo” le dice Enrique, “éste nada más oye
‘medias’” (señalando a Roberto) “
y le da por colgarse, saca
la lengua el grosero y luego avienta los ojos a la barra creyendo
que
es mesa de billar”. Los tres estaban que casi se orinaban de la
risa, mientras la mesera
-que no entendía nada -estaba por retirase,
cuando le dicen “espérese, no se vaya;
tráiganos tres tequilitas
pero que sean de la Viuda de Romero”, y sueltan otra vez las risas
mientras la mesera se retira con cara de “móchense para andar
iguales, pinches locos,
ojalá se murieran”, pensó.
Ellos continuaban en su
jolgorio, mientras las rondas de tequila seguían
-que no fueron
muchas tampoco -pero ya a la octava estaban algo ebrios; por la
cuenta
no se preocupaban ya que al final la suerte decidía quién
asustaba al cajero,
mostrándole su peor cara, y ¡vaya que surtía
efecto! Siempre que volvían al lugar
encontraban nuevo personal;
hasta un favor le hacían al dueño del lugar, decían.
Nunca
batallaba con los despidos ni en la derogación de indemnizaciones.
Lo que les preocupaba un
poco -pero sólo un poco -es que cada vez había menos bailarinas de
tubo
-aunque varias se volvían vecinas de tumba, que al principio
era bastante molesto para ellos,
ya que era una de quejas y culpas
que no los dejaban en paz por algún tiempo: que
“por tu culpa
estoy aquí”, que “del susto que me diste me morí”, que
“hubieras ido al bar otro día,
cuando no estuviera yo”, que “a
mí me atropelló un coche al salir”. Bueno, pero al final se
adaptaban,
y las que querían aceptaban los consejos de ellos y se
divertían.
Cuando llegó la novena ronda
Enrique se levantó y fue al baño; como no regresaba,
le dice Toño
a Roberto “voy a ver qué pasa con éste, no vaya a ser que haya
visto un fantasma”
-palabra que apenas pudo terminar, por la
atronadora carcajada que soltaron los dos.
Enrique no había llegado
al baño, se había desviado al cuarto donde estaban los utensilios
de limpieza,
así como una pequeña escalera de madera de la cual
estaba abrazado y le repetía
“perdóname, flaquita; yo no quería
pero ellos me sonsacaron, perdóname”.
“¿Qué estas haciendo, pinche
Enrique?” le dijo Toño, “ésa no es la flaca de la lápida rosa;
ésa se quedó allá bien fría, acuérdate que hoy no es su día”.
“Entonces ¿por qué
hasta me arañó cuando pasé?, mira, si aquí
en la espalda sentí su dedito”.
“Ah, ¡cómo eres güey!” le
dijo Toño, “no es un dedo el que sentiste, es un clavo el que
traes;
te has de haber caído y te lo clavaste; lo bueno es que fue
en el hombro y no en otro lado”,
dijo sin poder contener la risa,
“déjame te lo quito”.
“¡No, no!” gritó
Enrique, “ahí déjalo, así siento que mi flaquita me extraña”.
“Como quieras”.
Volvieron a la mesa, pero Roberto ya no estaba
ahí, “y ahora ¿a donde iría éste?” se preguntaron los dos,
volteando a la vez y viéndose de frente.
“¡Ayyy, mamá!” se oyó a
dos voces cuando se toparon las miradas. Ebrios, muertos y fríos,
“está canijo, está canijo, ah, ¡eres tú!” dijo primero Toño.
“Pues claro, ¿quién creías que era?”
“No, pues yo pensé que
eras Roberto pero más feo; me cae”. “No, pues yo sí pensé que
tú eras tú,
pero también más feo”, contestó Enrique, “¡me
cae que sí!” En eso estaban cuando llega Roberto,
“entonces
¿qué? ¿pedimos las otras? ¿o les pega don Chuy?”
“Pídelas” dijeron , “pero
diles que traigan limón y sal”. “No, limón no, Enrique”, dice
Toño,
“luego Roberto lo chupa y pone cara de punta de globo mal
amarrado”. “Sí, tienes razón,
pone cara de como que se le atoro
el mojón”, y sueltan la carcajada, mientras Roberto
nada más
pelaba el diente. Y dice, “¿tú qué, pinche Enrique? nada más
chupas limón
y pones cara de asterisco intestinal”, sin dejar de
reír le revira a Toño; “y tú nada más
pruebas la sal y se te
pone la lengua como mapeador de hilo, puras hebras se te ven”.
Los
tres siguen riendo por un buen rato, mientras se toman otros
tequilitas.
El bar se estaba quedando
solo, ya eran casi las cuatro de la mañana, por lo que deciden
retirarse;
tenían que estar de vuelta a más tardar a las seis de la
mañana en el panteón. Don Chuy se levantaba
temprano y lo primero
que hacía era dar un rondín e ir a revisar las tumbas de nuestros
tres amigos;
tenía la sospecha de que ellos eran los causantes de
todo lo que se contaba en la ciudad, pero nunca
encontraba nada
irregular, bueno, a excepción algunas veces de limones sin chupar.
Mientras tanto,
en el bar decidían quién se encargaría de la
cuenta, por lo que en una votación democrática
tipo elección
mexicana, dijeron Roberto y Enrique “te tocó a ti, Toño, tú
vas”. “¡Ah cómo serán cabrones!”,
les dijo éste, “la vez
pasada también fui yo”; “bueno”, le contestaron, “la
votación no deja lugar a dudas,
¿qué quieres que hagamos? así lo
decidió el electorado”, y sueltan la carcajada, sin que esta vez
les haga segunda Toño.
“Ándale,
mientras vamos saliendo tú ve poniendo esa cara de higo mordido que
tan bien te sale;
te esperamos afuera y no tardes, ya ves que con el
susto que les das se hace un alborotadero
que hasta nos da
escalofrío, casi se paraliza uno de miedo”. “Sí, sí es cierto”
dice Roberto,
“me cae que la otra vez hasta pensé que de ésa no
salía; es más, ya ven que prometimos
no volver a tomar”. “Sí”,
le contesta Enrique, “pero a no tomar de gratis” -vuelve la
cascada de risas,
se levantan y salen mientras Toño hace su parte.
Algunas calles
adelante y ya con cara de serios abordan un taxi y le dan una
dirección
a dos calles del panteón. El camino transcurre en paz
hasta el momento en que están por bajar del auto,
entonces Toño les
dice “ahora pónganse ustedes de acuerdo a ver quién paga”; en
ese momento
se detiene el taxi, el chofer voltea al oir abrirse las
puertas, y mala suerte para él, porque en ese momento
lo que vio fue
una cabeza con las cuencas de los ojos vacías y la lengua de fuera,
enseguida
una espeluznante cara completamente morada y aventando
chorros de agua por la nariz, “bendito sea”,
se oyó que gritó
antes de emprender una carrera a todo lo que daban sus piernas.
En las puertas del panteón y
estando ya dentro (al regreso no era importante si estaba
o no
abierta la puerta, era una de las ventajas de ser descarnado) se
pusieron de acuerdo
para entretener a don Chuy y pasar sin ser
advertidos (el cuarto que servía de refugio a don Chuy
estaba a
pocos metros de la entrada), más bien a quién le tocaba ir a
desenterrar y derramar las monedas
que guardaba don Chuy en un bote;
que al momento de oir sus monedas golpear el piso,
siempre salía
abrochándose el pantalón y gritando “ladrones, rateros, infames,
¿quién vive, quién vive?”
Mientras esto sucedía el trío
aprovechaba para pasar y llegar hasta sus tumbas.
Toño fue el
primero en entrar en su agujero, luego al ir entrando Enrique al
suyo, le dice Roberto,
“espérate, güey, déjame te quito el clavo
que traes en la espalda, eres capaz que te lo ve tu flaca
y le
cuentas todo; luego tienes que andar escondiéndole las costillas por
todos lados
para tenerla ocupada y así poder salir”. “Es cierto,
ya ni me acordaba, es más, con lo pedo que vengo
hasta creí que
venía en brazos de ella”. Se metió mientras Roberto hacía lo
mismo,
no sin antes dejar regados tres limones que aún traía.
A eso del medio día, y con esa
tranquilidad envidiosa de los cementerios, pasó don Chuy por el
lugar
y al ver los limones dijo “¡cómo me caería bien un
tequilita para tranquilizarme!,