Ya no es lo mismo caminar por
las calles de esta ciudad,
la gente ha
transmutado en gélidas sombras.
Oscuras, oscuras y sin ritmo,
por el temor a ser
detectadas por el rayo fugaz asesino,
sombras flotantes, sin ojos
ni oídos, sombras sin manos ni piernas,,
tan solo masas de miedo,
moviéndose en tumbos sin dirección.
El
silencio es el ruido que taladra nuestros cerebros,
las construcciones
derruidas o abandonadas nuestro Edén,
las voces se han
vuelto balbuceos pegajosos e inaudibles,
y los
niños, los niños han dejado de existir,
ahora
son adultos en un disfraz infantil,
que
con miradas penetrantes e interrogantes,
sé
preguntan sin poderse responder,
¿qué
pasó? ¿qué está pasando? ¿qué más pasará?
Apenas
susurrando piden lo que no hay, por supuesto,
siempre y cuándo las ráfagas
de muerte los dejen susurrar.
Los silbidos
de los plomos,
son
el canto de las aves que ellos no han podido conocer,
y
el ulular de las sirenas, su canción de cuna,
saben que hay qué esconderse
debajo de la cama, o en el rincón del baño,
y con sus manitas taparse los
ojos para qué nadie los vea y les haga daño.
El llanto de miedo lo han
escondido muy dentro de ellos,
uno
que otro lo suelta inconscientemente como gritando ¡basta!.
¿Los
jóvenes? Siguen siendo una especie en peligro de extinción,
los menos; con su doble cara
juegan al creador.
Los otros, buscan; no
queriendo encontrar,
a
los seres queridos, tirados en cualquier calle,
o lo peor de todo
quietecitos en un cajón, calladitos sin poder decir adiós.
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