jueves, 10 de mayo de 2012

El clavo y el tequila


Faltaban diez minutos para las once de la noche, y Roberto ya estaba fuera de su tumba; 
estaba de pie esperando a sus amigos, le gustaba asustarlos al verlo ahí frente a ellos cuando salían, 
con su sonrisota ahora sí que de oreja a oreja, su camisa a cuadros blancos y azules 
(bueno, lo que quedaba de ella) así como los retazos de mezclilla -en un tiempo un buen pantalón-, 
y esos trozos de cuero, parecidos y retorcidos como chicharrón de peya, uno en cada pie. 
Enrique y Toño siempre soltaban un quejido, que no un grito, al verle, pues creían que era Don Chuy 
el sepulturero y velador, que los esperaba para darles de palazos.
Ya en ocasiones anteriores habían tenido que recoger sus cráneos a varios metros de ahí, 
aparte que era retedifícil buscar a tientas; ya pasado el coraje, siempre le reclamaban a Roberto, 
“pinche payaso, me cae que una noche de éstas nos vas a matar de un susto”, decía Enrique. 
“Pinche Roberto, me cae que a la otra sí te tumbo la quijada con todo y dientes de un femurzazo, 
me cae que sí”, decía Toño.
“Bájenle, bájenle”, decía Roberto, “¡si bien que les gusta que les inyecte vida!, ¿o no?”
 “Pues sí, la verdad, sí”, le contestaban, “pero ya ves que Don Chuy es bien mula, le gusta practicar golf 
con los nuevos y con nosotros también, si nos descuidamos”. “Pues sí, pero entonces quieren estar 
como muchos, nada mas ahí enterrados, con frío y contándose los gusanos sin poder salir. 
Así que no la hagan cardiaca -y no lo digo por ti, Enrique-, y muévanse que la noche es corta; 
luego llegamos cuando ya todas las chavas están ocupadas”. “Está bien, ahí vamos ya; 
pero que sea la última vez que nos asustas, cabrón”.
Mientras iban rumbo a la salida, Toño empezó a sacudirse el polvo y acomodarse las tiras de carne 
que le salían entre las brazos y el pecho. “Mira”, le dice Roberto a Enrique, 
“este güey se trajo la chamarra tamaulipeca y hoy no hace frío”. “Sí”, contestó Enrique,
 “además también se puso la falda hawaiana”, soltando los dos sonoras carcajadas,
 que hicieron que se oyera un “¡sssshhh!, ora, que no dejan descansar. A flojear al parque,
 holgazanes”, les grita Roberto, y siguen su camino rumbo a la puerta principal.
Tenían que salir precisamente por ahí, y que Don Chuy abriera la puerta para poder retomar su cuerpo 
como tal; aunque con ciertas limitaciones o ventajas todo podía suceder, claro que don Chuy 
no sabía que él era quien les favorecía cada vez que estos querían salir, pero ya le tenían 
tomada la medida. Siempre era lo mismo y siempre funcionaba; Enrique y Toño se ponían a golpear 
cruces y lápidas mientras Roberto gritaba, “la güera de la tumba treinta y dos se está escapando 
por la barda, y va con un sombrerudo”. Salía Don Chuy a toda prisa, abría el candado 
y corría a esperar a la güera del otro lado de la barda; decía “ahora sí te voy a agarrar in fraganti
canija güera”, pero por supuesto esto nunca ocurría. Mientras tanto aquellos traspasaban el umbral 
y recobraban la imagen de gente viva.
Lo primero que hacían era buscar un taxi que los llevara al centro, para ya ahí decidir 
a qué lugar entrar. Esta vez se dirigieron al bar “La última copa”. Servían bien y además
 había chicas bailando en el tubo. “¡Tuuubo, tuuubo, tuuubo!” entraban éstos cantando
 y contoneando los cuerpos, tal como si fueran bailarinas del lago de los cisnes 
-treinta y hasta cuarenta kilos después-, vaya que les sentaban bien los baños de tierra
 y el jugo de cempasúchil.
Siempre pedían una mesa al fondo y en la penumbra, no fuera a ser que alguien los reconociera,
 que no era esto lo que les preocupaba (eran medio cínicos), sino que se fuera a felpar algún conocido 
no deseado al verlos, y tal vez luego tendrían que cargar con él en noches como ésta 
(algo envidiosos también, diría yo).
“¿Qué van a tomar los señores?”, les pregunta la mesera. “¿Qué estará bueno para empezar?” 
dice Enrique. “¿Vamos a echarnos unas heladas?”, contesta Toño. “No, heladas no”, 
dice Roberto riéndose, “yo ya me eché a las dos de al lado que llegaron hoy”. 
“¡Cómo serás hablador y presumido!”, le dice Enrique. “Oh, pues… ¿por qué crees 
que se quedaron tan quietecitas? pues porque el Rober les dio su bienvenida, ¿qué no?” 
Levanta la mano derecha hasta el pecho y hace como que se sacude.
“Bueno, pide tú” le dicen; “tráigase unos güiskitos en las rocas”. “No, güisky no, pinche Roberto; 
ya sabes que el Toño en cuanto oye ‘rocas’ le da por tirarse de cabeza”, contesta 
sin poder aguantar la carcajada Enrique. Entonces Toño contesta ya un poco molesto
 -pues ya lo habían agarrado de su puerquito-, “mejor que traigan un roncito con agua”.
 “Estás loco” le dice Roberto, “Enrique nada más oye ‘agua’ y empieza a ponerse morado 
y se quiere ahogar; no vaya a ser que se tire un clavado en la taza del baño”.
 “Perdón” dice Toño a carcajada limpia, “entonces mejor unas medias de seda”. 
“Estás enfermo” le dice Enrique, “éste nada más oye ‘medias’” (señalando a Roberto) “
y le da por colgarse, saca la lengua el grosero y luego avienta los ojos a la barra creyendo 
que es mesa de billar”. Los tres estaban que casi se orinaban de la risa, mientras la mesera
 -que no entendía nada -estaba por retirase, cuando le dicen “espérese, no se vaya; 
tráiganos tres tequilitas pero que sean de la Viuda de Romero”, y sueltan otra vez las risas
 mientras la mesera se retira con cara de “móchense para andar iguales, pinches locos, 
ojalá se murieran”, pensó.
Ellos continuaban en su jolgorio, mientras las rondas de tequila seguían
 -que no fueron muchas tampoco -pero ya a la octava estaban algo ebrios; por la cuenta 
no se preocupaban ya que al final la suerte decidía quién asustaba al cajero, 
mostrándole su peor cara, y ¡vaya que surtía efecto! Siempre que volvían al lugar 
encontraban nuevo personal; hasta un favor le hacían al dueño del lugar, decían. 
Nunca batallaba con los despidos ni en la derogación de indemnizaciones.
Lo que les preocupaba un poco -pero sólo un poco -es que cada vez había menos bailarinas de tubo
 -aunque varias se volvían vecinas de tumba, que al principio era bastante molesto para ellos, 
ya que era una de quejas y culpas que no los dejaban en paz por algún tiempo: que
 “por tu culpa estoy aquí”, que “del susto que me diste me morí”, que “hubieras ido al bar otro día, 
cuando no estuviera yo”, que “a mí me atropelló un coche al salir”. Bueno, pero al final se adaptaban, 
y las que querían aceptaban los consejos de ellos y se divertían.
Cuando llegó la novena ronda Enrique se levantó y fue al baño; como no regresaba, 
le dice Toño a Roberto “voy a ver qué pasa con éste, no vaya a ser que haya visto un fantasma”
 -palabra que apenas pudo terminar, por la atronadora carcajada que soltaron los dos. 
Enrique no había llegado al baño, se había desviado al cuarto donde estaban los utensilios de limpieza, 
así como una pequeña escalera de madera de la cual estaba abrazado y le repetía
 “perdóname, flaquita; yo no quería pero ellos me sonsacaron, perdóname”.
“¿Qué estas haciendo, pinche Enrique?” le dijo Toño, “ésa no es la flaca de la lápida rosa;
 ésa se quedó allá bien fría, acuérdate que hoy no es su día”. “Entonces ¿por qué
 hasta me arañó cuando pasé?, mira, si aquí en la espalda sentí su dedito”. 
“Ah, ¡cómo eres güey!” le dijo Toño, “no es un dedo el que sentiste, es un clavo el que traes; 
te has de haber caído y te lo clavaste; lo bueno es que fue en el hombro y no en otro lado”, 
dijo sin poder contener la risa, “déjame te lo quito”.
“¡No, no!” gritó Enrique, “ahí déjalo, así siento que mi flaquita me extraña”. “Como quieras”. 
Volvieron a la mesa, pero Roberto ya no estaba ahí, “y ahora ¿a donde iría éste?” se preguntaron los dos, 
volteando a la vez y viéndose de frente.
“¡Ayyy, mamá!” se oyó a dos voces cuando se toparon las miradas. Ebrios, muertos y fríos, 
“está canijo, está canijo, ah, ¡eres tú!” dijo primero Toño. “Pues claro, ¿quién creías que era?”
 “No, pues yo pensé que eras Roberto pero más feo; me cae”. “No, pues yo sí pensé que tú eras tú, 
pero también más feo”, contestó Enrique, “¡me cae que sí!” En eso estaban cuando llega Roberto, 
“entonces ¿qué? ¿pedimos las otras? ¿o les pega don Chuy?”
“Pídelas” dijeron , “pero diles que traigan limón y sal”. “No, limón no, Enrique”, dice Toño, 
“luego Roberto lo chupa y pone cara de punta de globo mal amarrado”. “Sí, tienes razón,
 pone cara de como que se le atoro el mojón”, y sueltan la carcajada, mientras Roberto 
nada más pelaba el diente. Y dice, “¿tú qué, pinche Enrique? nada más chupas limón 
y pones cara de asterisco intestinal”, sin dejar de reír le revira a Toño; “y tú nada más 
pruebas la sal y se te pone la lengua como mapeador de hilo, puras hebras se te ven”. 
Los tres siguen riendo por un buen rato, mientras se toman otros tequilitas.
El bar se estaba quedando solo, ya eran casi las cuatro de la mañana, por lo que deciden retirarse;
 tenían que estar de vuelta a más tardar a las seis de la mañana en el panteón. Don Chuy se levantaba 
temprano y lo primero que hacía era dar un rondín e ir a revisar las tumbas de nuestros tres amigos; 
tenía la sospecha de que ellos eran los causantes de todo lo que se contaba en la ciudad, pero nunca 
encontraba nada irregular, bueno, a excepción algunas veces de limones sin chupar. Mientras tanto, 
en el bar decidían quién se encargaría de la cuenta, por lo que en una votación democrática
 tipo elección mexicana, dijeron Roberto y Enrique “te tocó a ti, Toño, tú vas”. “¡Ah cómo serán cabrones!”,
 les dijo éste, “la vez pasada también fui yo”; “bueno”, le contestaron, “la votación no deja lugar a dudas, 
¿qué quieres que hagamos? así lo decidió el electorado”, y sueltan la carcajada, sin que esta vez
 les haga segunda Toño.
“Ándale, mientras vamos saliendo tú ve poniendo esa cara de higo mordido que tan bien te sale; 
te esperamos afuera y no tardes, ya ves que con el susto que les das se hace un alborotadero 
que hasta nos da escalofrío, casi se paraliza uno de miedo”. “Sí, sí es cierto” dice Roberto,
 “me cae que la otra vez hasta pensé que de ésa no salía; es más, ya ven que prometimos
 no volver a tomar”. “Sí”, le contesta Enrique, “pero a no tomar de gratis” -vuelve la cascada de risas, 
se levantan y salen mientras Toño hace su parte.
Algunas calles adelante y ya con cara de serios abordan un taxi y le dan una dirección
 a dos calles del panteón. El camino transcurre en paz hasta el momento en que están por bajar del auto, 
entonces Toño les dice “ahora pónganse ustedes de acuerdo a ver quién paga”; en ese momento 
se detiene el taxi, el chofer voltea al oir abrirse las puertas, y mala suerte para él, porque en ese momento
lo que vio fue una cabeza con las cuencas de los ojos vacías y la lengua de fuera, enseguida
una espeluznante cara completamente morada y aventando chorros de agua por la nariz, “bendito sea”, 
se oyó que gritó antes de emprender una carrera a todo lo que daban sus piernas.
En las puertas del panteón y estando ya dentro (al regreso no era importante si estaba 
o no abierta la puerta, era una de las ventajas de ser descarnado) se pusieron de acuerdo 
para entretener a don Chuy y pasar sin ser advertidos (el cuarto que servía de refugio a don Chuy 
estaba a pocos metros de la entrada), más bien a quién le tocaba ir a desenterrar y derramar las monedas
 que guardaba don Chuy en un bote; que al momento de oir sus monedas golpear el piso, 
siempre salía abrochándose el pantalón y gritando “ladrones, rateros, infames, ¿quién vive, quién vive?”
Mientras esto sucedía el trío aprovechaba para pasar y llegar hasta sus tumbas.
 Toño fue el primero en entrar en su agujero, luego al ir entrando Enrique al suyo, le dice Roberto,
“espérate, güey, déjame te quito el clavo que traes en la espalda, eres capaz que te lo ve tu flaca
 y le cuentas todo; luego tienes que andar escondiéndole las costillas por todos lados 
para tenerla ocupada y así poder salir”. “Es cierto, ya ni me acordaba, es más, con lo pedo que vengo 
hasta creí que venía en brazos de ella”. Se metió mientras Roberto hacía lo mismo, 
no sin antes dejar regados tres limones que aún traía.
A eso del medio día, y con esa tranquilidad envidiosa de los cementerios, pasó don Chuy por el lugar
 y al ver los limones dijo “¡cómo me caería bien un tequilita para tranquilizarme!,




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