La
evacuación
Al despertar, nos dimos cuenta
que estábamos atrapados entre un rebaño de ovejas con grandes garras y
colmillos, además de algo parecido a un casco que les oprimía la cabeza, que hacía se les saltaran los ojos, y con
esto verse más amenazantes. Sentíamos cómo nos envolvían con su vaho, que no
nos dejaba respirar con libertad. No berreaban, más bien gruñían.
La
escena era la más terrible pesadilla, y sin embargo para nosotros una espantosa
realidad; ninguno de los dos hizo por moverse o hablar, era como si nos
telepatizáramos… de alguna manera intuíamos que si lo hacíamos sería el fin,
era increíble cómo sólo con mirarnos, nos dábamos un poco de valor; además era
lo único que podíamos hacer sin que las bestias lo notaran.
Tal parecía que fuéramos las más débiles
criaturas del reino animal, aunque, ¿qué podíamos hacer en tan desventajosa
posición? ¡Nada! Simplemente nada más que esperar un verdadero milagro, pero
¿qué clase de milagro, si éramos ateos? Juro que en ese momento deseé ser creyente para al
menos tener alguna esperanza, pero obviamente no era el lugar ni el momento
para una conversión, ¿o sí?
Total, qué importaba en estos momentos de angustia,
creer o no creer, si lo que más deseábamos en ese instante era que esas
espantosas bestias se alejaran lo suficiente para poder escapar… ¡Pero no! Al
parecer gozaban con nuestro miedo, con la cara de susto que tendríamos, como si
estuvieren viendo o esperando algún acto circense.
¡Maldita la hora en que despertamos! Tal vez hubiese
sido mejor no hacerlo, y que nos creyeran un desecho de la naturaleza;
probablemente habrían pasado de largo sin fijarse en nosotros, y no estaríamos
a su merced como ahora, ¡maldita sea! Por estar ensimismado en mis pensamientos
no me di cuenta que la cabeza de una de ellas casi me rozaba la cara; lo noté
al momento que me cayeron sobre el rostro unas gotas de su asquerosa baba.
El instinto de supervivencia hizo que no gritara y
continuara inmóvil al sentir ese líquido espeso, verduzco y quemante; sobre
todo quemante. El dolor era
insoportable, parecía como si fuese abriendo un surco por donde pasaba.
Busqué con la vista y comprobé que no era el único que estaba sufriendo el
tormento; pensé cerrar los ojos pero no lo hice, pudieran notarlo las bestias y
quién sabe qué pasaría. La pregunta obvia y estúpida que daba vueltas en mi
mente era, ¿qué hice para merecer esto? ¿Por qué a mí? Luego de unos momentos
sentí cómo se iba enfriando la baba, porque ahora parecía como si tuviese en la
cara una capa de hielo, ¡pero aún quemante!
Ya ni siquiera me acordaba qué carajos hacíamos en este lugar; lo
cierto es que estábamos aquí, y en una muy delicada situación. Bueno, no tenía
ni idea del tiempo transcurrido. De pronto un escalofrío recorrió todo mi
cuerpo, luego se repitió por cuatro veces hasta que con mucho esfuerzo descubrí
el porqué; alcancé a ver, forzando mucho la vista, que una de las bestias me
rozaba con su pelambre que parecía como puntas de cable electrificado, ¡oh Gran
Espíritu, ayúdame! ¡Madre Tierra, trágame! ¡Jehová, arrópame! Me di cuenta que
¡estábamos desnudos! ¡completamente encuerados! ¡rodeados por animales
infernales y en medio de no sé dónde! Apiádate de nosotros, luz de día;
ahuyenta a estas bestias por favor.
Ya que ni se inmutaban, ni mucho menos se sentían aludidas… perversas,
horribles, mal nacidas, engendros, o lo que sean, ¡ya váyanse y déjenos en
paz!, o de una vez acaben con este martirio y hagan lo que vayan hacer.
Aunque nunca lo deseamos, creo que nuestro destino estaba
ya escrito y a punto de ser leído. Acabar nuestros días en el estómago de un
animal. Al darme cuenta que estábamos sin ropas comencé a sentir frío en todo
el cuerpo a pesar del sol, así como las extremidades tiesas y acalambradas por
dentro; era como si en vez de huesos tuviese algún tipo de conductor metálico
por el que corriera alguna sustancia corrosiva. De pronto sentí una picazón en
las plantas de los pies y sin mucho esforzarme intuí que eran las pezuñas de
una de las bestias que se movía.
Para colmo de males llegaron las sombras y con ellas,
la ceguera casi total, ya que lo único que veíamos era a esas malditas bestias
que parecían no tener ninguna prisa de nada; con la oscuridad los ojos se les
tornaron en un color amarillo horrible. El frío era ya más intenso, tanto que
yo sentía que me congelaba y moriría de hipotermia; me sentí desfallecer,
dejarlo todo a la suerte ¿suerte? ¡a lo
que sea! Ya no importaba mucho lo que nos pasara, no teníamos ninguna posibilidad,
ni siquiera podíamos movernos, ni aventar un grito asusta-perros, ¡qué
indefensos somos en realidad, cuánta falta nos hace la ropa, las armas; no
somos nada ante la naturaleza.
Comenzó a nublárseme la
vista, todo me daba vueltas, además un asco insoportable se apoderó de mí; era
tan fuerte que hasta me olvidé de las bestias, de sobrevivir. Perdí la noción
del tiempo y de mi cuerpo también; deseé incluso no haber nacido, pero
desgraciadamente estaba ahí. Todo se volvió completamente negro, las bestias
desaparecieron de vista, pero el asco y el dolor estomacal se acrecentaba a
cada momento. Un olor nauseabundo se apoderó de mis fosas nasales, mientras una
leve sensación de calor crecía en mi congelado y maltrecho cuerpo; poco a poco
se me fueron aclarando las pupilas, hasta que pude ver lo que parecía un
atardecer; lo que efectivamente comprobé al aclarárseme un tanto la mente… pude
ver a mi alrededor y vi que estábamos en campo abierto, y que de las bestias no
había ni rastro; estábamos solos tal como habíamos llegado, seguía acostado en
posición fetal esperando que el olor se fuera, ya que el asco y el dolor me
habían dejado en paz.
Intenté
aprovechar que no estaban los animales para incorporarme, pero resbalé, levanté
un poco la cabeza para poder ver nuestros cuerpos… ¡Estábamos embarrados de
nuestro excremento! ¡completamente cagados y vomitados!
Nos levantamos como pudimos, cada quién recogió sus
ropas, y sin decir palabra nos alejamos del lugar rumbo al coche; a los pocos
pasos volteé y alcancé a ver unos gajos de peyote sin masticar…
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