Para Elisa
No tenía nada, ni
siquiera un nombre, ya que había sido abandonado por sus padres a muy temprana
edad. Sus amigos le decían “el Tantán”.
Muy de mañana
salían, de las tapias donde vivían, para acercarse al centro de la ciudad y
conseguir -siempre y cuando hubiera suerte -algo de comer; era una lucha diaria
por sobrevivir, era triste y frustrante saber que para la mayoría de ellos su
meta era llegar a los 16 años. En una situación tan precaria no se podía
aspirar a más; unos caían muertos en riña,
otros tratando de escapar de la realidad se
pasaban de la dosis, tal vez la excepción de la regla era terminar tras
las rejas. No cabe duda que vivían en un país
libre y democrático: tenían la libertad de escoger cómo acabar. Los días
de suerte eran cuando algunos lograban conseguir algún trabajo y por lo tanto
algo de dinero, que por supuesto
compartían con los demás; al menos ese día aseguraban una comida , había veces
que hasta alcanzaba para llevar galletas o pan para la cena: toda una fiesta.
Un día que esto
sucedió, “Tantán” salio y se sentó sobre una piedra para observar las luces de
la ciudad; luego de largo rato de estar ahí, decidió que él no iba a terminar
como sus amigos. Partió rumbo a la ciudad sin despedirse de ellos; además, ya
estaban dormidos.
Llegó casi al
amanecer, y así con sueño y cansancio comenzó a buscar un trabajo, pero lo
único que encontró ese día fueron malas caras y varios regaños. Al siguiente
día al despertar en el rincón que le había servido de refugio, salió en busca
de alimento y tuvo la gran suerte que a los pocos metros de caminar encontró
varios kilos de plátano pasado que acababan de tirar; “Mmm, riquísimos” dijo
“Tantán”, esto le dio mucho ánimo, mas pasaban los días y no encontraba quien
le diera un empleo a pesar que su aspecto había cambiado. Sus pobres ropas
lucían limpias ya que había ingeniado la forma de asearse en la fuente de la
plaza.
Fue precisamente
una de esas veces cuando, al pasar frente al aparador de un negocio, vio en un
televisor a un pianista que tocaba algo totalmente nuevo y desconcertante para
él, pero que le impactó; se quedó como hipnotizado admirando al personaje y al
extaño instrumento en forma de una caja gigante con patas. Se apagó el
televisor, así como las luces del negocio: estaban cerrando, pero él seguía ahí
parado como petrificado, boquiabierto y con los ojos casi saltados, además
moviendo suavemente los dedos de sus manos, como repasando la melodía.
Esa noche la pasó
en vela; no quería quedarse dormido. En cuanto abrieran el negocio él debía
estar ahí frente al televisor; era obvio que “Tantán” no sabía que no
repetirían el programa, mas él no perdía la esperanza. Se paraba y comenzaba a
mover los dedos como si estuviese masajeando al viento; cerraba los ojos y
movía las manos como si estuviesen posadas sobre una ola. En ese momento se dio
cuenta que eso era lo que quería ser: sería su nueva vida. El problema ahora
era cómo conseguir ese instrumento.
Anduvo recorriendo
varias calles por algo que le sirviera para su propósito, hasta que al cuarto
día vio que de una bodega sacaban varias cosas como periódicos, botellas,
basura y una magnífica gran caja de cartón color azul. Los ojos le brillaron;
corrió para coger la caja -no fuera a ser que se la ganaran los cartoneros-, se
la llevó dando brinquitos de gusto. Esa noche se la pasó pensando en cómo
hacerla sonar; se dio cuenta que no tenía los palitos blancos y negros como el
de la televisión.
Se sintió frustrado
y lleno de coraje; quiso llorar, pero entonces se dijo “Tantán, acuérdate que
vamos a triunfar”. Una luz iluminó su cerebro y recordó que los de la papelería
tiraban cosas que tal vez le pudieran servir, tomó la caja y se la acomodó bajo
la axila presionándola fuerte con su brazo y caminó hacia la papelería; ya ahí,
estuvo removiendo y buscando ese algo, pero no encontraba nada. Casi se daba
por vencido cuando sus ojos vieron a un lado, junto a sus pies, varios trozos
de gis y un crayón negro; brincó y gritó de gusto, para luego sentarse muy
serio y decir en voz alta “y ahora ¿qué hago con esto?” Pasados varios minutos,
y él sin quitar la vista de su caja, se dio cuenta que las luz del poste
alumbraba de más una de las orillas de ésta. “¡Eso es!”, dijo, y con mucha decisión -pero con poca
precisión -trazó una raya con el crayón precisamente ahí donde más se
iluminaba; luego pintó varias rayas que colgaban de la línea principal –éstas,
claro, serían las teclas –y después con mucho cuidado pintó con gis el espacio
entre cada rayita. Se sintió satisfecho y guardó entre sus ropas los trozos de
gis restantes y lo que quedaba del crayón; comenzó a soplar el viento por lo
que decidió irse a su refugio, tenía frío, pero prefirió quedar él con el
cuerpo a la intemperie y resguardar su caja azul rayada con gis y crayón.
Pasaron los días sin
que se volviera a ver al niño aquél.
De pronto una
tarde, en un lugar distante al centro, se comenzó a juntar la gente alrededor
de lo que acababan de descubrir. Se escuchaban las voces que decían “míralo,
pobrecito”, “¿quién lo pudo haber abandonado?”, “al fin apareció”, “¿quién es?”
Por supuesto se
referían a “Tantán” que ya no existía más… ahora era el niño del piano azul que
en esos momentos, sentado sobre un bote y frente a su instrumento, deslizaba
suavemente sus manos y sus dedos apenas rozando las teclas, y de su boca salía
un melodioso “ta ta tá, ta ta tá — ta ta ta tá… ta ta tá”…
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