jueves, 29 de agosto de 2013

Para  Elisa




No tenía nada, ni siquiera un nombre, ya que había sido abandonado por sus padres a muy temprana edad. Sus amigos le decían “el Tantán”.
Muy de mañana salían, de las tapias donde vivían, para acercarse al centro de la ciudad y conseguir -siempre y cuando hubiera suerte -algo de comer; era una lucha diaria por sobrevivir, era triste y frustrante saber que para la mayoría de ellos su meta era llegar a los 16 años. En una situación tan precaria no se podía aspirar a más; unos caían muertos en  riña, otros tratando de escapar de la realidad se  pasaban de la dosis, tal vez la excepción de la regla era terminar tras las rejas. No cabe duda que vivían en un país  libre y democrático: tenían la libertad de escoger cómo acabar. Los días de suerte eran cuando algunos lograban conseguir algún trabajo y por lo tanto algo de  dinero, que por supuesto compartían con los demás; al menos ese día aseguraban una comida , había veces que hasta alcanzaba para llevar galletas o pan para la cena: toda una fiesta.
Un día que esto sucedió, “Tantán” salio y se sentó sobre una piedra para observar las luces de la ciudad; luego de largo rato de estar ahí, decidió que él no iba a terminar como sus amigos. Partió rumbo a la ciudad sin despedirse de ellos; además, ya estaban dormidos.
Llegó casi al amanecer, y así con sueño y cansancio comenzó a buscar un trabajo, pero lo único que encontró ese día fueron malas caras y varios regaños. Al siguiente día al despertar en el rincón que le había servido de refugio, salió en busca de alimento y tuvo la gran suerte que a los pocos metros de caminar encontró varios kilos de plátano pasado que acababan de tirar; “Mmm, riquísimos” dijo “Tantán”, esto le dio mucho ánimo, mas pasaban los días y no encontraba quien le diera un empleo a pesar que su aspecto había cambiado. Sus pobres ropas lucían limpias ya que había ingeniado la forma de asearse en la fuente de la plaza.
Fue precisamente una de esas veces cuando, al pasar frente al aparador de un negocio, vio en un televisor a un pianista que tocaba algo totalmente nuevo y desconcertante para él, pero que le impactó; se quedó como hipnotizado admirando al personaje y al extaño instrumento en forma de una caja gigante con patas. Se apagó el televisor, así como las luces del negocio: estaban cerrando, pero él seguía ahí parado como petrificado, boquiabierto y con los ojos casi saltados, además moviendo suavemente los dedos de sus manos, como repasando la melodía.
Esa noche la pasó en vela; no quería quedarse dormido. En cuanto abrieran el negocio él debía estar ahí frente al televisor; era obvio que “Tantán” no sabía que no repetirían el programa, mas él no perdía la esperanza. Se paraba y comenzaba a mover los dedos como si estuviese masajeando al viento; cerraba los ojos y movía las manos como si estuviesen posadas sobre una ola. En ese momento se dio cuenta que eso era lo que quería ser: sería su nueva vida. El problema ahora era cómo conseguir ese instrumento.
Anduvo recorriendo varias calles por algo que le sirviera para su propósito, hasta que al cuarto día vio que de una bodega sacaban varias cosas como periódicos, botellas, basura y una magnífica gran caja de cartón color azul. Los ojos le brillaron; corrió para coger la caja -no fuera a ser que se la ganaran los cartoneros-, se la llevó dando brinquitos de gusto. Esa noche se la pasó pensando en cómo hacerla sonar; se dio cuenta que no tenía los palitos blancos y negros como el de la televisión.
Se sintió frustrado y lleno de coraje; quiso llorar, pero entonces se dijo “Tantán, acuérdate que vamos a triunfar”. Una luz iluminó su cerebro y recordó que los de la papelería tiraban cosas que tal vez le pudieran servir, tomó la caja y se la acomodó bajo la axila presionándola fuerte con su brazo y caminó hacia la papelería; ya ahí, estuvo removiendo y buscando ese algo, pero no encontraba nada. Casi se daba por vencido cuando sus ojos vieron a un lado, junto a sus pies, varios trozos de gis y un crayón negro; brincó y gritó de gusto, para luego sentarse muy serio y decir en voz alta “y ahora ¿qué hago con esto?” Pasados varios minutos, y él sin quitar la vista de su caja, se dio cuenta que las luz del poste alumbraba de más una de las orillas de ésta. “¡Eso es!”,  dijo, y con mucha decisión -pero con poca precisión -trazó una raya con el crayón precisamente ahí donde más se iluminaba; luego pintó varias rayas que colgaban de la línea principal –éstas, claro, serían las teclas –y después con mucho cuidado pintó con gis el espacio entre cada rayita. Se sintió satisfecho y guardó entre sus ropas los trozos de gis restantes y lo que quedaba del crayón; comenzó a soplar el viento por lo que decidió irse a su refugio, tenía frío, pero prefirió quedar él con el cuerpo a la intemperie y resguardar su caja azul rayada con gis y crayón.
Pasaron los días sin que se volviera a ver al niño aquél.
De pronto una tarde, en un lugar distante al centro, se comenzó a juntar la gente alrededor de lo que acababan de descubrir. Se escuchaban las voces que decían “míralo, pobrecito”, “¿quién lo pudo haber abandonado?”, “al fin apareció”, “¿quién es?”
Por supuesto se referían a “Tantán” que ya no existía más… ahora era el niño del piano azul que en esos momentos, sentado sobre un bote y frente a su instrumento, deslizaba suavemente sus manos y sus dedos apenas rozando las teclas, y de su boca salía un melodioso “ta ta tá, ta ta tá — ta ta ta tá… ta ta tá”…



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