Su casa era muy grande, muy limpia, fresca, pero sobre todo muy colorida;
estaba ubicada a la orilla del lago de la gran Tenochtitlan.
Él era un gran pintor; todos los días antes de la salida del Sol se ponía de pie
y en una pequeña bolsa acomodaba sus pinceles y pinturas, además de
un poco de fruta o pan de maíz… entonces muy apresurado se iba a los montes
por donde salía el Sol, siempre subía a uno distinto y cada vez más alto,
pues nunca lograba llegar a la cima antes que el Sol. Su sueño era esperarlo
y ganarle en su salida para pintarlo de otro color. “Honzul, Honzul” repetía el Sol
cada mañana al verlo en la cima de algún cerro.
“Honzul , Honzul, ¿qué no sabes que no puedes tocar a tu Dios?”
Honzul lo escuchaba y decía: “Oh, señor, te he de alcanzar
pero no para ser como tú… yo sé que eres mi Dios… sino para demostrarle a tu
pueblo que Honzul pudo pintarle a Dios algunos rayos de otro color”.
“Honzul , Honzul, no sabes lo que dices”, respondio el Sol,
“es mejor que regreses con tu gente; sigue con tu trabajo y no trates
de ponerte a la altura de tu Dios. Me ofendes queriendo pintar mis rayos
de otro color”. “Oh señor”, respondió Honzul, “no quiero ofenderte ni retarte,
sólo quiero verte de frente y pintarte algunos rayos de otro color”.
“Honzul, Honzul”, pensó el Sol, “eres necio y debes aprender la lección”. Le dijo
“Bien, en vista de tu terquedad, te espero mañana; tendrás que estar antes
de que las sombras abandonen la tierra. Entre tus cosas no se te vaya a olvidar
una rama bien fuerte, del tamaño de tus piernas, y ahora que regreses a tu casa
tienes que memorizar bien el camino y las cosas que en él haya:
rocas, árboles, flores, ruidos, en fin… todo. Ahora regresa, y no olvides nada
de lo que te he dicho”.
Honzul bajó del monte cuando el Sol ya estaba en el cenit, regresó
pero no hizo caso de las recomendaciones. Dijo: “¿para qué aprender las cosas
que ya sé? Tengo mucho tiempo recorriendo este camino… y una rama del tamaño
de mis… bah, lo que voy a llevar va a ser un pincel muy largo,
para en cuanto aparezca el primer rayo, pintarlo… después, ya veremos”.
Cuando se dio cuenta, ya estaba frente a la puerta de su casa; entró y se dispuso
a descansar. Se quedó dormido toda la tarde, y antes de medianoche partió
a su cita. Llevaba sólo un pincel que ataría a la rama más grande que
encontrara por el camino. Al llegar al pie del monte tropezó con un topo
que salía de su madriguera; el topo al verlo le dijo: “Honzul, piensa bien
lo que vas a hacer, estás retando al Dios Sol. No sigas, es peligroso
querer ver de frente a Dios”. Mas Honzul hizo como que no oyó, y subió
a la cima a esperar la salida del Sol. Pasó el tiempo, el cual aprovechó
para preparar su largo pincel, y de pronto a lo lejos se escuchó el canto de un ave.
Honzul se estremeció y se puso inmediatamente de pie. Sabía que la hora
había llegado. Tomó su pincel y se preparó para el primer rayo. Se dijo:
“en cuanto asome, lo pinto y tiro rápido el pincel, no se dará cuenta;
son tan grandes sus rayos que no verá una pequeña mancha en la punta.
Sí , así lo haré…” A lo lejos se empezó a ver una pequeña luz.
Honzul se paró frente a ésta y abrió los ojos lo más que pudo.
La luz se acercaba cada vez más, creciendo de tamaño y color.
Honzul levantó el brazo y gritó al ver el resplandor del primer rayo.
Sintió la luz, y el rayo mismo dentro de él; tuvo calor y sed, y por un momento
no vio otra cosa más que luz. No veía su cuerpo, ni el monte, ni su brazo…
sólo luz. De pronto oyó una voz que le decía: “Honzul, Honzul, estoy aquí”.
“¿Quién habla?”, gritaba Honzul. “Soy yo, el Sol”, respondio la voz.
“¡No te veo!” gritaba Honzul. “¡No te veo, no te veo!... no siento mis ojos… tengo calor…”
“Honzul”, le dijo el Sol, “calla y escucha. Lo que pasa es que viste de frente
la punta del más pequeño de mis rayos. Terco, creíste que un mortal como tú
podía ver a su Dios y además querías cambiar mi color…” Honzul temblando
se tocó la cara. Ya no tenía ojos; se le habían quemado. En ese momento
se dejó caer al suelo implorando perdón. “Honzul”, le dijo el Sol,
“agarra tu rama y con tu mente ve viendo el camino; regresa a tu casa”.
Honzul no había hecho caso a las recomendaciones del día anterior.
No tenía rama alguna, y se dio cuenta que no conocía el camino de regreso.
Quiso caminar pero no pudo. Rodó por la tierra; se levantó y volvió a caer
una y otra vez hasta perder el conocimiento. No supo cuánto tiempo estuvo así…
Al despertar se sintió extraño. Quiso tocar sus pies y no pudo, sus manos eran
demasiado cortas, su cuerpo largo, sus pies cortos. Tenía pelo en todo el cuerpo.
Quiso hablar, pero no pudo. Quiso ver, pero no pudo. Oyó que algo se acercaba
y esperó. “Honzul, Honzul”, escuchó, “soy yo, ¿me recuerdas?”
“¿Quién eres, y por qué te debería recordar?” respondió, “¿y por qué a ti te puedo hablar?”
“Te voy a contestar”, le respondió el recién llegado, “me puedes hablar porque
soy el topo que encontraste al momento de subir al monte; te advertí
mas no escuchaste, y ése es tu castigo por querer ver a Dios.
Ya no eres humano, ahora eres como yo: un topo que nunca puede ver la luz
del Sol. Vivirás en alguna madriguera, como yo”. Honzul quiso llorar,
pero no tenía llanto. Quiso gritar, pero no tenía voz. Era un topo. Se dijo:
“…y todo por querer ver de frente al Sol”.
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